En el laberinto de calles polvorientas que es la vía Interbarrial, un corredor vital que serpentea entre los barrios humildes de Manta como una vena expuesta, la mañana de este viernes 26 de septiembre de 2025 se tiñó de plomo y desesperación. Alrededor de las 09:15, bajo un sol que ya quemaba el asfalto y el espíritu de los transeúntes, un comando de sicarios irrumpió en escena a bordo de una motocicleta sin placas, descargando más de diez disparos de arma corta contra Salvatierra Palma José Jonny, un hombre de 42 años cuya vida cotidiana lo había llevado a pie por esa ruta habitual. Los proyectiles, de calibre 9 mm según los primeros indicios balísticos, lo alcanzaron en la cabeza —dos impactos frontales que destrozaron su cráneo— y en el torso —ocho más que perforaron pulmones y arterias—, derribándolo en un charco de su propia sangre frente a una tiendita de abarrotes en las afueras del barrio María Auxiliadora 1. Jonny, como lo conocían sus vecinos, no tuvo tiempo de gritar ni de correr; la muerte fue instantánea, un borrón violento que dejó su cuerpo convulsionando en el suelo mientras los atacantes aceleraban hacia el horizonte, fundiéndose con el tráfico matutino como fantasmas en la niebla costera.
Con esta muerte, las estadísticas de horror en el distrito policial de Manta, Montecristi y Jaramijó escalan a 382 homicidios en lo que va de 2025 —un promedio de más de uno por día, superando el pico de 374 reportado apenas dos días atrás tras el asesinato de un exfutbolista en Miraflores—. Manabí, la provincia que alguna vez se enorgullecía de sus playas y su atún, acumula ahora 912 víctimas violentas, un 25% más que en 2024, según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado. Este repunte no es casual: desde el control militarizado del puerto en enero, impulsado por el Plan Fénix del gobierno, las bandas como Los Águilas —disidencias de Los Choneros— han respondido con emboscadas en vías como la Interbarrial, donde el tráfico de contenedores oculta kilos de cocaína rumbo a México. En abril, una masacre en la urbanización Rania dejó cinco muertos, incluyendo un colombiano recién llegado; en septiembre, el ataque al hostal de Exapromo cobró cuatro vidas, entre ellas la de un futbolista prometedor, Maicol Valencia. "Manta ya no es la novia del Pacífico; es su viuda enlutada", lamenta el sociólogo local Fausto Oña, quien en su libro "Mar de Sangre" documenta cómo el 70% de estos crímenes responden a disputas por plazas en el narco.Las indagaciones avanzan a contrarreloj: la PNE ha desplegado drones sobrevolando el barrio y analizado grabaciones de una ferretería cercana que capturó la moto asesina —una Yamaha roja con detalles que podrían llevar a un taller clandestino en Tarqui—. El Ministerio del Interior ofrece 15.000 dólares por información anónima, pero el silencio reina en María Auxiliadora, donde las madres rezan en la capillita local y los jóvenes evitan las calles al atardecer. La familia de Jonny, reunida en shock, clama justicia no solo por él, sino por un Manta que pierde sus mejores hombres en ráfagas de venganza. Mientras el cuerpo es trasladado al Servicio Médico Legal para autopsia, la Interbarrial reabre al tráfico, pero el fantasma de los disparos persiste en el aire salino. En esta ciudad donde el océano lame heridas abiertas, el asesinato de Jonny Salvatierra no es solo un número más en la cuenta macabra de 382: es un recordatorio punzante de que, en la guerra invisible del puerto, nadie camina seguro bajo el sol. Las autoridades juran capturas pronto, pero en Manta, la promesa de paz se disuelve como humo en el viento marino, dejando solo el eco de una vida truncada.
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